El camino a La Paz con pies pequeños – (c) Roberto Navia Gabriel para El Deber
Posted on 11/10/2011 porEsteban Morales B.
Ximena es la vicepresidenta de los niños marchistas y tiene un mono capuchino de peluche que se llama Tipnis. No es una niña cualquiera, no porque sea la hija de Rafael Quispe, el presidente del Conamaq, sino porque a sus 11 años ya probó el palo del poder cuando en el campamento de Chaparina, cerca de Yucumo, mientras jugaba a la gallinita ciega, un policía, en su afán por desbaratar la caminata indígena que va a la Paz, le cortó la cara y la tiró a una camioneta como se arroja a un animal, según su testimonio.
Ser niño en la marcha a favor del Territorio Indígena y Parque Nacional Isiboro Sécure (Tipnis) no tiene muchos privilegios. Entre los 1.000 marchistas que buscan evitar que una carretera parta en dos ese recurso natural, 96 son menores de edad, entre bebés de pecho y niños de 13 años. Sus padres los han llevado porque no tienen con quien dejarlos en sus chozas de monte adentro.
Pero sin pretenderlo, los niños en esta marcha se están enterando en carne viva de que el Tipnis se puede defender con la vida. Tal cual. Desde el 15 de agosto, cuando empezó la medida desde Trinidad, ha muerto Pedro Moye, de 13 años, que se cayó de una camioneta; Juan Uche Nosa, de ocho meses, no aguantó una infección estomacal y dos mujeres embarazadas abortaron por los traqueteos de la caminata. Desde entonces, el chiquitano Javier Cuéllar camina rumbo a La Paz con una bandera en memoria de todos los caídos.
La única ventaja que tienen los niños es que son los únicos que comen pan antes de que la columna de humanos, que camina a paso de hombre, empiece a marchar por lo general a las seis de la mañana. “Los niños tienen que tomar un tecito para que aguanten la jornada. Los adultos esperamos hasta el almuerzo”, dice Adolfo Chávez, el presidente de la Confederación de Indígenas de Bolivia (Cidob). Después, ellos también tienen que levantarse al ritmo de sus mayores y ayudar a armar las carpas cuando llegan a un lugar de descanso.
Un campamento es como un pueblo nuevo al que tienen que acostumbrarse por pocas horas. Antes del 25 de septiembre, cuando los policías arremetieron contra los indígenas con modales de dictadura, los niños, como Juan, como Raquel o como Ximena, jugaban por su cuenta cuando sus padres les daban permiso después de ayudar en los quehaceres de la marcha. Pero después de aquel episodio, la Unicef ha implementado un programa de apoyo a niños víctimas de la violencia que se llama Un nuevo sol por el bienestar comunitario.
Los funcionarios de la Unicef se disfrazan de payasos y les enseñan jugando cómo soportar los malos recuerdos para que estos no les hagan la vida imposible cuando lleguen a adultos. Es un trabajo que esa institución viene desarrollando en escenarios donde la violencia o los desastres naturales se ensañan con los menores de edad. En Bolivia ya fue desarrollado en las inundaciones de Beni y en el megadeslizamiento de varios barrios de La Paz. Claro, los niños son los que juegan, pero muchos adultos también se divierten con la gracia de un payaso.
La sonrisa fue un bien escaso durante el ataque de la policía a los marchistas aquel 25 del mes pasado. Ernesto lloraba pero después se hizo el muerto. “Así me salvé de una paliza”, cuenta este niño de ocho años en el campamento de Quiquibey. Esa estrategia no la había visto en la tele antes, sino la había escuchado en las conversaciones de los adultos del pueblo chimán dentro del Tipnis. Ernesto dice que vio cómo los ‘pacos’ le daban duro a Ximena, y por eso se tiró al suelo, se cubrió entre los barbechos y se puso duro como un palo. “No diga mi apellido por favor. La Policía me va a venir a buscar”, dice. Es que los niños de la marcha continúan con miedo y para combatirlo han creado la Asociación de Niños Afectados por la Violencia. Entonces, para evitar represalias, la portavoz oficial, la que puede hacer declaraciones con su nombre y apellido es Ximena Quispe.
El miedo se siente entre los niños. Ahora, cuando escuchan el sonido de un petardo, algunos se ponen a llorar. Eso ocurrió el viernes en Caranavi cuando los indígenas ingresaron al pueblo arropados por los vecinos y al ritmo de cohetes que explotaban en el aire. Tras el reventón, se ponían a llorar porque pensaban que la Policía estaba ahí, lista para atacar. Los dirigentes ya piensan en instalar un gabinete de sicólogos para que realicen terapia a los menores de edad para evitar que crezcan con traumas.
Pero Ximena Quispe, a nombre de los afiliados de su asociación, dice que no hay mucho drama porque así como muchos han sido golpeados, también han sido testigos de acciones que les han hecho sentirse queridos. Ella misma ha visto cómo una multitud de vecinos de Rurrenabaque ha puesto el cuerpo para liberar a casi 300 indígenas que iban a ser subidos en un avión rumbo a un destino desconocido.
Ximena, morena y delgada, también sintió el calor de la gente que no conoce después de tres días de haber sido golpeada, cuando en el campamento de Rurrenabaque le festejaron su cumpleaños número 12. Ella ha reído, cantado y bailado, y en ese momento se olvidó de la herida que tiene en la cara.
Ahora, los niños también juegan a ser los líderes del mañana. Juan, cuando sea grande, quiere ser como Fernando Vargas, el presidente del Tipnis. Le llama la atención cómo los periodistas se amontonan para entrevistarlo y él responde a las preguntas sin ponerse nervioso. Raúl Apuesta a ser un hombre como Adolfo Chávez, el presidente de la Cidob, porque admira que el hombre esté marchando con unos fierros que los doctores le han puesto en su brazo para que se sane de un accidente que tuvo.
Ximena Quispe quiere ser como su padre y si en adulta le toca volver a marchar hacia La Paz, afirma que por más vieja que sea, igual llevará a su mono de peluche que ella lo bautizó con el nombre de Tipnis.
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Yo lo que no entiendo es cómo pueden haber seres humanos que no se conmuevan ante semejante sacrificio y convicción. Como siempre, los adultos tenemos mucho que aprender de los niños.
Esteban
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