Ricardo Saucedo Borenstein *es abogado y experto en Derecho Ambiental.
"Caminante no hay camino, se hace camino al andar”. Ojo. Este verso no aplica para construir carreteras; en este caso se planifica, se diseña, se consulta, se ajusta, se licita y se ejecuta. Es la única forma de que, al volver la vista atrás, se vean carreteras y no “estelas sobre la mar”.
Compartía esta reflexión hace algunos días con los amigos en Facebook, para tratar de ordenar un poco las ideas acerca de lo que está sucediendo con el proyecto del tramo II de la carretera Villa Tunari–San Ignacio de Moxos.
Pero más allá de la carga política coyuntural sobre el proyecto, existen consideraciones de fondo y estructurales que harían de aquél un proceso complejo y costoso en cualquier periodo de gobierno, considerando las regulaciones de hace 10 años y más aún bajo las normas constitucionales actuales. Veamos cuáles son las condiciones de su complejidad.
La base del problema radica en que el mencionado tramo II, que corta por la mitad la TCO (Tierra Comunitaria de Origen) y el área núcleo del TIPNIS (Territorio Indígena y Parque Nacional Isiboro-Sécure), que cuentan con protecciones jurídicas especiales. Frente a esto tenemos las siguientes consideraciones imprescindibles:
Inclusión de la variable ambiental y social. Estos elementos esenciales en el diseño de cualquier proyecto se incorporaron de manera obligatoria e inexcusable en la Ley de Medio Ambiente de 1992, cuando en su artículo 5, numeral 5, establece que la Política Nacional de Medio Ambiente debe contribuir a mejorar la calidad de vida de la población a través de “la incorporación de la variable ambiental en los procesos de desarrollo nacional”, y en el artículo 78 establece que el Estado creará los mecanismos y procedimientos necesarios para garantizar “la participación de comunidades tradicionales y pueblos indígenas en los procesos del desarrollo sostenible y uso racional de los recursos naturales renovables, considerando sus particularidades sociales, económicas y culturales, en el medio donde desenvuelven sus actividades.”
Hay que recordar que esta ley tiene el carácter de orden público, interés social, económico y cultural, y es anterior inclusive a las reivindicaciones territoriales de los pueblos indígenas que fueron incorporadas cuatro años más tarde en la Ley INRA 1715. Por tanto, no es aceptable plantear en el caso del TIPNIS una supuesta dicotomía entre desarrollo y conservación, porque esta discusión fue resuelta en el año 1992, cuando esta misma ley definió como paradigma de crecimiento el “desarrollo sostenible” como concepto sincrético que une los dos extremos de la cuerda y crea las herramientas para plantear el crecimiento económico del país, tomando las medidas que aseguren la calidad de vida para las generaciones futuras.
Reconocimiento jurídico del rol de la áreas protegidas y de las TCO. En esa misma línea, el Estado boliviano decidió que las áreas protegidas constituyen elementos esenciales de su proceso de desarrollo, como lo menciona el artículo 385 de la Constitución Política del Estado (CPE): Las áreas protegidas constituyen un bien común y forman parte del patrimonio natural y cultural del país; cumplen funciones ambientales, culturales, sociales y económicas para el desarrollo sustentable.
Y lo propio hizo con los territorios indígenas, a los que se les transfirió un sinnúmero de atribuciones de autogestión territorial en la misma CPE, que dice en su artículo 403, I: Se reconoce la integralidad del territorio indígena originario campesino, que incluye el derecho a la tierra, al uso y aprovechamiento exclusivo de los recursos naturales renovables en las condiciones determinadas por la ley; a la consulta previa e informada y a la participación en los beneficios por la explotación de los recursos naturales no renovables que se encuentran en sus territorios (…). Por tanto, el que ahora existan movilizaciones sociales alrededor de estas áreas es producto de su existencia tangible y concreta, fruto de la realidad y de su reconocimiento constitucional.
Blindaje jurídico. El problema se agrava, porque estas dos categorías territoriales constituyen espacios bajo protección especial en el sistema jurídico boliviano. En efecto, las áreas protegidas son, por definición, espacios destinados a la conservación de la biodiversidad, sujetos a regulación especial y autoridad especial, en este caso el Sernap (Servicio Nacional de Áreas Protegidas), que por ley tiene la tuición sobre absolutamente todas las actividades que se realizan dentro de un área protegida; y al TIPNIS, mediante los decretos supremos 7401, del 22 de noviembre de 1965, y 22610, del 24 de septiembre de 1990, se le ha otorgado la categoría de mayor protección jurídica que Bolivia asigna, que es el “parque nacional”, donde están absolutamente prohibidas las actividades de desarrollo y más aún cuando éstas se plantean dentro de la llamada “área núcleo”, que es el espacio con mayor valor de conservación, para lo cual el Estado boliviano ha invertido millones de dólares en mantenerlo así a perpetuidad.
Lo propio sucede con la categoría de TCO, cuando en la introducción, la propia CPE dice: “Dada la existencia precolonial de las naciones y pueblos indígena originario campesinos, y su dominio ancestral sobre sus territorios, se garantiza su libre determinación en el marco de la unidad del Estado, que consiste en su derecho a la autonomía, al autogobierno, a su cultura, al reconocimiento de sus instituciones y a la consolidación de sus entidades territoriales, conforme a esta Constitución y la ley”.
Frente a estos grandísimos obstáculos legales, la famosa “consulta pública” es apenas la punta del iceberg que el Gobierno debe sortear para construir de manera no violenta el tramo carretero en cuestión.
Las preguntas que saltan primero son: ¿por qué frente a tanta complejidad no se inició hasta ahora la Evaluación de Impacto Ambiental? ¿Cómo el Sernap encontrará justificativos para autorizar esta obra sobre un área núcleo, sin dejar desprotegido hacia adelante a todo el Sistema Nacional de Áreas Protegidas?
Los programas de mitigación de impacto ambiental y compensación social son carísimos en este tipo de proyectos. ¿Cómo se van a financiar si ni siquiera se conocen los impactos? Las variables ambientales y sociales son tan importantes como las tecnológicas y económicas si este proyecto mantiene el diseño propuesto. ¿Cuándo una obra será ambiental o socialmente inviable? ¿Cuál será la base de la política ambiental boliviana si este proyecto es posible?
En fin, las consideraciones pueden sumar y seguir; lo cierto es que todos estos elementos no son imprevistos, sino consideraciones absolutamente obvias, que algún funcionario público pensó que podrían pasarse por alto, y que ahora tienen a todo el Gobierno entrampado en un callejón angosto, oscuro y solitario.
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